lunes, 13 de mayo de 2013

UNA INTELIGENCIA SUPERIOR


La inteligencia, esa noble potencia del alma, constituye la diferencia específica del ser humano; por ella el hombre se distingue y sitúa muy por encima de cualquier otro animal vivo. Gracias a la inteligencia podemos intus legere, leer dentro, entender, traspasar la cáscara de las cosas y penetrar hasta las zonas más profundas de lo real, y así no sucumbir ante las apariencias. Sobre esta facultad humana, el Espíritu Santo derrama otro de sus grandiosos dones, el don de entendimiento, que nos da una inteligencia superior de todo cuánto percibimos: “Mediante este don -señalaba Juan Pablo II- el Espíritu Santo comunica al creyente una chispa de esa capacidad penetrante que le abre el corazón a la gozosa percepción del designio amoroso de Dios…La luz del Espíritu, al mismo tiempo que agudiza la inteligencia de las cosas divinas, hace también más límpida y penetrante la mirada sobre las cosas humanas. Gracias a ella se ven mejor los numerosos signos de Dios que están inscritos en la creación. Se descubre así la dimensión no puramente terrena de los acontecimientos, de los que está tejida la historia humana. Y se puede lograr hasta descifrar proféticamente el tiempo presente y el futuro: ¡signos de los tiempos, signos de Dios!” (Meditación dominical, 23-4-1989).
  Cuando algunos dignatarios eclesiásticos se inclinan por un reconocimiento civil de parejas del mismo sexo, aunque no sea el matrimonio; cuando vuelven a insistir en la posibilidad de ofrecer la sagrada Comunión a los divorciados y vueltos a casar –lo que significaría  la negación práctica de una verdad natural y de fe, como lo es la indisolubilidad del vínculo matrimonial-; cuando los especializados en escrutar los signos de los tiempos, no ven en ellos más que una ocasión para ceder y ceder a lo que siempre halaga al mundo; cuando alguno sigue soñando con algún tipo de diaconisa en la Iglesia; cuando, en fin, abundan los desvaríos en labios de quienes menos cabría esperarlos, no hay más remedio que suplicar con vehemencia al Paráclito: “Ven, oh Espíritu divino, y envía desde el cielo un rayo de tu luz” (Secuencia de Pentecostés). Sí, derrama con generosidad tu don de  entendimiento sobre pastores y fieles.

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