viernes, 7 de octubre de 2016

CARDENAL SARAH: LA LITURGIA ESTÁ ENFERMA

Sin duda el espíritu litúrgico del Papa Benedicto se ha posado sobre el cardenal Sarah. Tal como lo advertía hace décadas el cardenal Ratzinger, el actual Prefecto de la Sagrada Congregación para el Culto divino y la disciplina de los sacramentos nos dice hoy, de modo categórico, que la liturgia está enferma: padece de bullicio y urge aplicarle el remedio del silencio y de la contemplación. 
Como en la entrada anterior, hoy ofrezco la traducción de otra de las respuestas dadas por el cardenal Sarah en la entrevista ofrecida a la revista francesa La Nef.

¿No hay una cierta paradoja al afirmar la necesidad del silencio en la liturgia, y al mismo tiempo reconocer que las liturgias orientales no tienen momentos de silencio, siendo que ellas son especialmente hermosas, sagradas, y orantes?

Su comentario es juicioso y demuestra que no es suficiente establecer «momentos de silencio» para que la liturgia esté impregnada de un silencio sagrado.
El silencio es una actitud del alma. No es una pausa entre dos ritos; él mismo es plenamente un rito. En efecto, los ritos orientales no prevén tiempos de silencio durante la Divina Liturgia. Sin embargo, conocen intensamente la dimensión apofática de la oración delante del Dios «inefable, incomprensible e inasible». La Divina Liturgia está en cierta medida llena de misterio. Se celebra detrás del iconostasio, que para los cristianos orientales es el velo que protege el misterio. Para nosotros, latinos, el silencio es un iconostasio sonoro. El silencio es una forma de mistagogia, que nos permite entrar en el misterio sin deshonrarlo. En la liturgia, el lenguaje de los misterios es silencioso. El silencio no oculta, sino que revela con profundidad.
San Juan Pablo II nos enseña que «el misterio se vela continuamente, se cubre de silencio, para evitar que se construya un ídolo en lugar de Dios». Me gustaría afirmar que en nuestros días el riesgo de que los cristianos se vuelvan idólatras es grande. Prisioneros por el ruido de discursos humanos interminables, no estamos lejos de fabricarnos un culto a nuestra medida, un Dios a nuestra propia imagen. Como lo hizo notar el Cardenal Godfried Danneels, «la liturgia occidental, tal como se vive hoy, tiene como principal defecto el ser muy parlanchina». En África, ha dicho el padre Faustino Nyombayré, sacerdote de Ruanda, «la superficialidad no es ajena a la liturgia o a las sesiones supuestamente religiosas, de donde se sale agotado y sudoroso, más bien que reposado y empapado de aquello que se ha celebrado para vivirlo y testimoniarlo mejor». Las celebraciones se tornan a veces ruidosas y agotadoras. La liturgia está enferma. El síntoma más evidente de esta enfermedad es la omnipresencia del micrófono; se ha vuelto tan indispensable que la gente se pregunta cómo era posible una celebración antes de su invención.
Tanto el ruido exterior como nuestros propios ruidos interiores nos vuelven extraños a nosotros mismos. En medio del bullicio, el hombre no puede más que precipitarse en la banalidad; somos superficiales en lo que decimos, pronunciamos palabras vacías, donde se habla y se habla… hasta que se encuentra algo que decir, una especie de «mezcolanza» irresponsable hecha de bromas y de palabras que matan. Nos volvemos superficiales también en lo que hacemos; vivimos en la trivialidad, supuestamente lógica y moral, sin encontrar allí nada de anormal.
Con frecuencia salimos de nuestras liturgias ruidosas y superficiales sin haber encontrado a Dios ni la paz interior que nos ofrece.

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