martes, 8 de agosto de 2017

CUANDO EL MUNDO SE HACE OFRENDA

«Que Él nos transforme en ofrenda permanente», se dice en la Plegaria Eucarística III del Misal Romano. Solo Cristo, uniendo la creación entera a su propia inmolación, puede convertirla en ofrenda pura, en sacrificio da alabanza, en hostia santa; todo lo que no es «por Cristo, con Él y en Él» está destinado a perderse en la insignificancia. Así lo expresa un gran papa y doctor de la Iglesia:

«E
n efecto, es singularmente la hostia eucarística la que salva al alma de la muerte eterna, esa hostia que a través del misterio eucarístico renueva para nosotros la muerte del Unigénito, el cual, si bien habiendo resucitado de entre los muertos ya no muere y la muerte no le dominará nunca más, sin embargo, aunque en sí mismo vive de un modo inmortal e incorruptible, se inmola de nuevo por nosotros en este misterio de la sagrada ofrenda eucarística. Y es que en este sacramento se toma su cuerpo, se reparte su carne para la salvación del pueblo y se derrama su sangre, no ya a manos de los infieles, sino en la boca de los fieles.
Así pues, a partir de lo dicho pensemos cuánto valor tiene para nosotros este sacrificio que continuamente reproduce, por nuestro perdón, la pasión del Hijo Unigénito de Dios. ¿Pues qué fiel podría albergar alguna duda de que en el momento mismo del sacrificio eucarístico, a la voz del sacerdote, se abren los cielos; y de que en el misterio de Jesucristo asisten los coros de los ángeles, las profundidades se juntan con las alturas, la tierra se une a los cielos y de lo visible y lo invisible llega a hacerse una sola y misma cosa? (San Gregorio Magno, Diálogos, n° 60, 2–3. El destacado es nuestro). 

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