jueves, 30 de noviembre de 2017

¡OH CRUZ DICHOSA! LA PASIÓN DE ANDRÉS APÓSTOL


A continuación un extracto de la catequesis de Benedicto XVI sobre el apóstol Andrés.

«Una tradición sucesiva, a la que he aludido, narra la muerte de Andrés en Patrás, donde también él sufrió el suplicio de la crucifixión. Ahora bien, en aquel momento supremo, como su hermano Pedro, pidió ser colocado en una cruz distinta de la de Jesús. En su caso se trató de una cruz en forma de aspa, es decir, con los dos maderos cruzados en diagonal, que por eso se llama ‘cruz de san Andrés’.
Según un relato antiguo —inicios del siglo VI—, titulado ‘Pasión de Andrés’, en esa ocasión el Apóstol habría pronunciado las siguientes palabras:  ‘¡Salve, oh Cruz, inaugurada por medio del cuerpo de Cristo, que te has convertido en adorno de sus miembros, como si fueran perlas preciosas! Antes de que el Señor subiera a ti, provocabas un miedo terreno. Ahora, en cambio, dotada de un amor celestial, te has convertido en un don. Los creyentes saben cuánta alegría posees, cuántos regalos tienes preparados. Por tanto, seguro y lleno de alegría, vengo a ti para que también tú me recibas exultante como discípulo de quien fue colgado de ti... ¡Oh cruz bienaventurada, que recibiste la majestad y la belleza de los miembros del Señor!... Tómame y llévame lejos de los hombres y entrégame a mi Maestro para que a través de ti me reciba quien por medio de ti me redimió. ¡Salve, oh cruz! Sí, verdaderamente, ¡salve!’.

Como se puede ver, hay aquí una espiritualidad cristiana muy profunda que, en vez de considerar la cruz como un instrumento de tortura, la ve como el medio incomparable para asemejarse plenamente al Redentor, grano de trigo que cayó en tierra.

Debemos aprender aquí una lección muy importante: nuestras cruces adquieren valor si las consideramos y aceptamos como parte de la cruz de Cristo, si las toca el reflejo de su luz. Sólo gracias a esa cruz también nuestros sufrimientos quedan ennoblecidos y adquieren su verdadero sentido». (Benedicto XVI, Audiencia General, Miércoles 14 de junio de 2006)

lunes, 27 de noviembre de 2017

DIEZ FRUTOS SABROSOS DE SUMMORUM PONTIFICUM

C
on ocasión del décimo aniversario de Summorum Pontificum,  Dom Mark Kirby, OSB, prior del Silverstone Priory (Irlanda), publicó un valioso testimonio sobre los frutos que el motu proprio ha dejado en su vida y en la de su comunidad monástica.
Para Dom Mark, Summorum Pontificum «es el regalo más grandioso del Papa Benedicto XVI a la Iglesia». Algunos comenta recibieron el regalo con alegría y gratitud e inmediatamente comenzaron a sacarle provecho; otros, lo miraron con recelo y desconfianza; otros, han permanecido ignorantes del obsequio, no obstante la década transcurrida. Para él, sin embargo, ha sido una puerta abierta a horizontes litúrgicos hasta entonces insospechados. Desde su personal contexto de vida conventual, Dom Mark menciona 10 frutos que ha saboreado durante estos años de vida de Summorum Pontíficum:

1. Una manifestación más clara de la sagrada liturgia como obra de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote, y Mediador.

2. La apertura, para muchas almas, de un puente seguro entre celebración y contemplación.

3. Una transmisión serena y lúcida de la doctrina de la fe.

4. Una apreciación renovada del vínculo entre culto y cultura. 

5. La afirmación de la primacía de la adoración (latría) en la vida de la Iglesia, conforme al principio de San Benito de que «nada debe anteponerse a la obra de Dios» (Regla, Capítulo XLIII).

6. Estímulo a la recuperación y renovación de la vida monástica benedictina en el corazón de la Iglesia.

7. Alegría y belleza traídas a la vida familiar católica. 

8. Una renovación de la verdadera piedad sacerdotal.

9. El nacimiento de nuevas expresiones de vida consagrada que encuentran su fuente y cumbre en la liturgia tradicional, la Santa Misa y el Oficio Divino. 

10. Una efusión de esperanza y, para los jóvenes, la experiencia de una belleza que vuelve la santidad de vida más encantadora y atractiva.

jueves, 23 de noviembre de 2017

AFECTO EUCARÍSTICO


«Inveni, quem diligit anima mea, 
tenui eum, nec dimittam»
(Cant 3, 4)

 «Hallé al amado de mi alma, 
le así fuertemente y no lo soltaré»

miércoles, 15 de noviembre de 2017

LA MAJESTUOSIDAD DE UNA RÚBRICA

 

En la Forma Extraordinaria del Rito Romano, concluido el prefacio con el rezo del Sanctus, nos topamos con una solemne rúbrica que señala los gestos con que el sacerdote debe comenzar la recitación silenciosa del Canon. Dice así:
Sacerdos extendens, elevans aliquantulum et jungens manus, elevansque ad cælum oculos, et statim demittens, profunde inclinatus ante Altare, manibus super eo positis, dicit secreto:
Te ígitur, clementíssime Pater…

El sacerdote, extendiendo y elevando un poco sus manos para luego unirlas, junto con elevar sus ojos al cielo para bajarlos de inmediato, profundamente inclinado ante el Altar y con las manos puestas sobre él, dice en secreto:
A Ti, pues, Padre clementísimo…


Es imposible imaginar una gestualidad tan sencilla y al mismo tiempo tan llena de sacralidad. Una bella sincronía de movimientos, cada uno cargado de sentido, parece elevar hacia lo alto el ser entero del celebrante, para luego abatirlo en humilde reverencia sobre el altar, símbolo de Cristo, que besa con santa unción. Súplica, estupor, adoración, amor filial, oración silenciosa y recogida, se dan cita para acompañar al sacerdote en su entrada regia al Sancta Sanctorum de la Misa. Nada de esto ha permanecido en el Novus Ordo. El celebrante inicia la Plegaria Eucarística como si se tratara de una oración más de la misa; entra en el Sancta Sanctorum del Canon «como Pedro por su casa», como dice el adagio popular, incluso hasta cantando. Triste.

sábado, 11 de noviembre de 2017

¿RECUERDO O PRESAGIO? QUIZÁ AMBAS COSAS


Releo con emoción un pasaje del libro Dios o nada del Cardenal Sarah. Se trata del último párrafo con el que su Eminencia concluye los recuerdos de la visita de San Juan Pablo II a su tierra natal de Guinea, en febrero de 1992. La escena tiene lugar en los jardines del arzobispado de Conakri, la noche antes de la partida del Pontífice, junto a una gruta de Nuestra Señora de Lourdes.
«Después de coronar la imagen de la Santísima virgen, el Papa se arrodilló y permaneció recogido un buen rato. La profundidad y la duración de su oración, interminable, impactaron a los fieles allí reunidos. Después se levantó y, dirigiéndose lentamente hacia mí, depositó la hermosa estola que llevaba sobre mis hombros. Sentí una profunda emoción, sin entender el motivo de su gesto, que no estaba previsto. Al subir hacia la residencia, me abrazó y me dijo con rotundidad: ‘Ha sido un bonito final’» (Card. Robert Sarah, Dios o nada, Madrid 2015, p. 84).
Su lectura me evoca inmediatamente un suceso similar ocurrido entre Pablo VI y el entonces Patriarca de Venecia, Cardenal Albino Luciani, luego Juan Pablo I. El mismo Venerable Pontífice lo contó en su primer Angelus, cuando explicó a los fieles allí congregados el porqué de su nombre Juan Pablo: 

«Ayer por la mañana, fui a la Sixtina a votar tranquilamente. Nunca habría imaginado lo que iba a suceder. Apenas comenzó el peligro para mí, los dos colegas que tenía al lado me susurraron palabras de ánimo. Uno me dijo: ‘ánimo, si el Señor da un peso, dará también las fuerzas para llevarlo’. Y el otro compañero: ‘no tenga miedo, en el mundo entero hay mucha gente que reza por el nuevo Papa’. Al llegar el momento, he aceptado.
Después vino la cuestión del nombre, porque preguntan también qué nombre se quiere tomar, y yo había pensado poco en ello. Hice este razonamiento: el Papa Juan quiso consagrarme él personalmente aquí, en la basílica de San Pedro. Después, aunque indignamente, en Venecia le he sucedido en la cátedra de San Marcos, en esa Venecia que todavía está completamente llena del Papa Juan. Lo recuerdan los gondoleros, las religiosas, todos. Pero el Papa Pablo, no sólo me ha hecho cardenal, sino que algunos meses antes, sobre el estrado de la plaza de San Marcos, me hizo poner completamente colorado ante veinte mil personas, porque se quitó la estola y me la puso sobre los hombros. Jamás me he puesto tan rojo. Por otra parte, en quince años de pontificado, este Papa ha demostrado, no sólo a mí, sino a todo el mundo, cómo se ama, cómo se sirve y cómo se trabaja y se sufre por la Iglesia de Cristo. Por estas razones dije: me llamaré Juan Pablo. (Angelus, domingo 27 de agosto de 1978. Cf. vatican.va).

sábado, 4 de noviembre de 2017

¿YOGA? ¿ZEN? NO GRACIAS, PREFIERO EL ROSARIO Y EL VIA CRUCIS

Una tara característica de la Iglesia postconciliar ha consistido en salir a buscar fuera, como mendiga ingrata, lo que en ella ya se contenía de modo sublime y eminente. Un ejemplo típico de este fenómeno es la extraña afición por las prácticas religiosas asiáticas que se ha difundido en ámbitos católicos. Luminoso al respecto es el siguiente texto del Cardenal Ratzinger:  

«Quisiera mencionar dos de las más ricas y profundas oraciones de la cristiandad, que introducen de un modo siempre nuevo en la corriente de la oración eucarística: el Via Crucis y el Santo Rosario. El que hoy nos entreguemos tan rendidamente a las promesas de las prácticas religiosas asiáticas o aparentemente asiáticas se debe a que las hemos olvidado. El Santo Rosario no exige una conciencia esforzada, cuyas exigencias haga imposible practicarlo con frecuencia, sino introducirse en el ritmo del silencio que nos tranquiliza sin violencia y da un nombre al sosiego: Jesús, el fruto bendito de María. María, que ha escondido la palabra viva en el silencio atesorado en su corazón, es el modelo permanente de la verdadera vida religiosa: la estrella que alumbra incluso el cielo caliginoso y nos indica el camino. ¡Ojalá que ella, la Madre de la Iglesia, nos ayude a cumplir cada vez mejor la suprema misión de la Iglesia: la glorificación del Dios vivo del que viene la salvación de los hombres!» (Joseph Card. Ratzinger, Cooperadores de la Verdad, Ed. Rialp, Madrid 1991, p. 386)

jueves, 2 de noviembre de 2017

EL RECUERDO DE LOS DIFUNTOS

«Sancta ergo et salubris cogitatio pro defunctis exorare
ut a peccato solverentur»
(Obra santa y piadosa es orar por los difuntos
para que sean absueltos de sus pecados)
(II Mac, 12, 46)

Acuérdate también, Señor,
de tus hijos N. y N.,
que nos han precedido con el signo de la fe
y duermen ya el sueño de la paz.
A ellos, Señor, y a cuantos descansan en Cristo,
concédeles el lugar del consuelo,
de la luz y de la paz.
Por Cristo, nuestro Señor.
Amén.
(Canon Romano)