domingo, 28 de enero de 2018

«TOMÁS, HAS ESCRITO BIEN DE MÍ»

Cuentan los biógrafos de Santo Tomás de Aquino que mientras trabajaba en la tertia pars de la Summa, –había trabajado y orado intensamente mientras escribía el tratado sobre el sacramento de la Eucaristía–, fue objeto de una especial gracia mística. Jesús mismo bendecía su esfuerzo teológico, otorgándole un celestial imprimatur. Sin embargo, poco tiempo después, y también tras otra gracia extraordinaria que le fue concedida el 6 de diciembre de 1273, justo tres meses antes de su muerte, confesaría con humidad a su fiel colaborador fray Reginaldo, extrañado de que su maestro se negara a seguir haciendo teología: «Todo lo que he escrito, me parece como paja comparado a lo que ahora me ha sido revelado». ¡Sublime comentario!, garantía de una teología hecha auténticamente de rodillas ante el crucifijo, su «verdadero libro», como le gustaba repetir. Así se cuenta en una obra sobre la vida y doctrina del Angélico el episodio arriba aludido:

«G
uillermo de Tocco narra una anécdota que oyó a fray Domingo de Caserta, sacristán del convento de San Domenico, “quien en ocasiones tuvo también visiones milagrosas”. Fray Domingo estaba intrigado por las frecuentes visitas de Tomás a la capilla de San Nicolás en San Domenico, antes de los maitines. Una noche fray domingo se escondió para observar al Angélico en su oración. Vio al Aquinate elevado “casi dos codos en el aire”, y le escuchó rezar fervientemente, llorando. Entonces oyó que el crucifijo de la pared de la capilla hablaba a Tomás y le decía: “Tomás, has escrito bien de Mí. ¿Qué recompensa quieres?” A lo que Tomás replico: “Señor nada más que a ti mismo”. Tocco añade que en esa época Aquino redactaba la tercera parte de la Summa sobre la pasión y la resurrección de Cristo. Pero, muy bien pudo haber estado trabajando en el tratado de la Eucaristía. Todavía hoy, los freiles de San Domenico muestran el crucifijo que le habló en la capilla de san Nicolás» (James A. Weisheipl, Tomás Aquino. Vida, obras y doctrina, Ed. Eunsa, Pamplona 1994, p. 360).

viernes, 26 de enero de 2018

¿TENDRÍAN LA GENTILEZA DE DEVOLVERNOS LOS SAGRARIOS?


He traducido para el blog este interesante artículo del escritor y comunicador italiano Aldo Maria Valli. Versa sobre la importancia que tiene para la fe de los fieles la centralidad del Sagrario o Tabernáculo en nuestras iglesias. Las columnas de Valli suelen estar salpicadas de una sutil ironía, encierran intuiciones profundas y contienen una saludable dosis de sentido común. Esta mezcla las vuelve particularmente atractivas y sugerentes.

POR FAVOR, DEVUÉLVANNOS LOS TABERNÁCULOS
Aldo Maria Valli

N
o sé si os sucede también a vosotros. Cuando entro en una iglesia, cada vez me cuesta más encontrar dónde está el sagrario. Tengo que buscarlo, como en una búsqueda del tesoro. Y a veces no me parece justo.
Así como la imaginación de los arquitectos se entrega a diseñar y edificar iglesias que parecen cualquier cosa menos iglesias católicas (pueden estar muy bien como espacios deportivos o como salas protestantes, pero no como lugares de culto católicos), del mismo modo los diseñadores de interiores, presos de un deseo incontrolable de novedad y cambio, mueven el tabernáculo a los rincones más extraños y a veces más escondidos.
Ahora bien, soy consciente de no tener ojos de halcón. Soy miope; y cuando vengo de la luz de afuera, necesito un poco de tiempo para adaptarme a la penumbra de la iglesia. Pero por lo general no se trata de una cuestión de mala visión o escasa luminosidad. En muchas iglesias, desafortunadamente, el tabernáculo está en lugares inverosímiles, como si no fuera el dueño de la casa, como si se quisiera esconderlo como se hace con alguien de quien se está un poco avergonzado.
También me ha sucedido hoy. Entro y no veo. Está bien, me digo, serán los ojos. Miro, observo; y no lo encuentro. Es que el tabernáculo no está allí. O, al menos, no está donde debería estar. Está desplazado hacia un lado, muy lejos, sin la luz roja, escondido dentro de una especie de jaula de acero. Porque también hay que decir esto: mientras más marginado se coloca, el tabernáculo, como objeto, se vuelve más extraño y adopta formas inverosímiles y absurdas.
Conforme; después de la reforma conciliar, con el altar y el celebrante vueltos hacia la asamblea, el tabernáculo ya no puede estar más sobre la mesa. Pero, ¿queremos decirlo claramente? En el presbiterio, el tabernáculo tiene que permanecer en el centro, porque su contenido es el centro de todo. Al centro no puede estar la sede, que a veces parece un trono del celebrante. Yo no quiero adorar una silla. No, al centro tiene que estar el tabernáculo, la casa de nuestro Señor. Porque tabernáculo significa casa pequeña y el entero edificio de la iglesia, visto con atención, no es más que un lugar construido para recibir y proteger aquella pequeña casa con su contenido infinitamente grande.
Sé que en este punto personas muy expertas encontrarán el modo de explicar que «sí, pero..., está bien..., sin embargo...». No. Pido que el tabernáculo vuelva a colocarse en el centro, que sea inmediatamente identificable, que tenga su pequeña luz roja bien  clara, que le sea dado el honor que se merece. Y que el fiel no deba jugar a buscar el tesoro para descubrir dónde está. Porque cuando entras en un lugar, es el dueño de casa el que sale a tu encuentro, y no tú el que deba ponerse a buscarlo por las habitaciones.
¿Sabéis cuál es mi duda? Que quien coloca el tabernáculo en los costados no crea en el fondo que allí está la presencia real de Jesús. De lo contrario no se explica una elección semejante. Si sabes que Jesús está allí, si crees que aquella es su santa casa, te surge natural ponerlo en el centro.
Me parece oír ya la objeción: pero si tantos relatos enseñan que el Señor está presente en cualquier parte del mundo y del universo, en cualquier lugar del corazón de la gente, entonces no hay necesidad de construirle una casa y exponerla. Sin embargo, sí que hay necesidad. Si creemos que allí no hay un símbolo, un recuerdito, un souvenir, sino Él mismo en persona, entonces debemos concluir que al tabernáculo le está reservada una posición central.
Alguno dirá: bien, pero disculpa un momento; cuando la cena ha terminado, la mesa se levanta, ¿por qué entonces el pan debería permanecer allí, al centro? ¿Acaso no es verdad que, terminada la comida, todo se coloca en otra parte?
Por supuesto que sí. Pero para nosotros los católicos aquello no es solo pan. Es el pan de la vida, es nuestro Señor en persona. Luego no debe colocarse en un rincón, como una sobra cualquiera.
También se suele olvidar que en cada iglesia el fiel hace un recorrido, como una verdadera y propia peregrinación, un camino espiritual cuyo clímax no es la sede del celebrante, ni siquiera el altar, ni tampoco la imagen de un santo. Es nuestro mismo Señor.
¿Y cómo no notar que esta tendencia a marginar a nuestro Señor va de la mano con la tendencia a no arrodillarse? Demasiado a menudo se ingresa a la iglesia como a un simple salón de actos, en el cual uno charla y se entretiene con los demás fieles. Sin embargo todo esto un católico no puede aceptarlo. El acto de arrodillarse refleja la disposición del espíritu. Es un acto de adoración. No se ingresa a la iglesia para encontrarse con el señor párroco o con los amigos. Uno entra para adorar a nuestro Señor. Por esta razón me enferma cuando las personas no se arrodillan en la iglesia, no hacen bien la señal de la cruz y no están en silencio, sino hablando entre ellas, formando corrillos, saludándose como si se encontraran en la calle.
Vuelvo a repetirlo: los católicos no entramos a la iglesia como si fuera un salón de actos para reuniones de la comunidad. Entramos en la casa del Señor, donde tenemos que tributarle todo nuestro respeto y toda nuestra adoración. Y si la Iglesia es la casa de Dios, todo debe estar en función de Dios que se ha hecho hombre y ha muerto y resucitado por nosotros. No debe estar en función de nosotros, los fieles que allí entramos.
Querría, por tanto,  hacer una modesta propuesta a obispos, párrocos, religiosos: por favor, devuélvannos el tabernáculo. Esté claramente visible y reconocible, en el centro del ábside. A los lados, pongamos la sede del celebrante, que es un ministro, un servidor, no el protagonista de un espectáculo. En las paredes no pongamos carteles, afiches o consignas; procuremos más bien que sean un lugar exclusivo para las imágenes sagradas, sobre todo de María y también de los santos, de tal modo que puedan sostenernos en la adoración y en la oración. Todo esto, como se lee en el «Misal Romano», debe inspirarse en una noble simplicidad y dignidad. La iglesia no es un lugar para ir acumulando objetos, imágenes, libros o artefactos varios. Y el Santísimo Sacramento, dentro del tabernáculo, sea colocado «en una parte de la iglesia de gran dignidad, eminente, bien visible, decorada con dignidad y adecuada para la oración». En el caso de que este lugar sea una capilla, que se haga de modo que también ella sea bien visible, adecuada para la adoración y la oración, estructuralmente unida al resto de la iglesia, para que no parezca como un añadido. Y junto al tabernáculo permanezca siempre encendida una lámpara (no un foco de equipo cinematográfico o de estudio televisivo, como he visto en algunos casos).
Parecen medidas de poca monta, pero no es así. Es respeto, es coherencia, es fe.
Benedicto XVI, en la exhortación postsinodal «Sacramentum Caritatis», lo explica así: es necesario que «el lugar donde se guardan las especies eucarísticas sea fácilmente reconocible, también por medio de una lámpara permanentemente encendida, a cualquiera que entre en la iglesia». Al fiel hay que ayudarle y facilitarle el descubrimiento de la presencia real de Cristo en el Santísimo Sacramento. En esto no puede ser engañado, obstaculizado, o impedido
A menos que lo que se pretenda sea engañar y obstaculizar.

Aldo Maria Valli
Texto original: www.aldomariavalli.it

miércoles, 24 de enero de 2018

ROÑOSERÍA LITÚRGICA


Abundancia de besos al altar en la Misa tradicional. En el «novus ordo», solo dos. Cualquier enamorado protestaría: pero, ¡qué mezquindad! La tacañería gestual sacra es congénita a la nueva liturgia.

sábado, 13 de enero de 2018

RESPETAR LA CREACIÓN, RESPETAR AL CREADOR. UNA REFLEXIÓN ECOLÓGICA DEL CARDENAL RATZINGER

«Si el hombre se disloca y ya no se aprecia a sí mismo, la naturaleza no puede prosperar»

Reproduzco un texto del Cardenal Ratzinger sobre el cuidado del medio ambiente, inspirado en la figura del gran santo de Asís. De sus palabras cabe deducir una importante lección: un ecologismo ideológico y ateo termina por dejar al hombre y su entorno en un ambiente de asfixia existencial.

«C
onsideremos la cuestión del medio ambiente. En este punto quisiera contar antes que nada una pequeña historia. Francisco pidió al hermano que cuidaba el huerto que no destinase toda la tierra para hortalizas comestibles, sino que dejara un trozo de tierra para plantas frondosas, que en su momento produjera flores para los hermanos por amor de quien se llama Flor del campo y lirio de los valles(Cant 2,1). Del mismo modo quería que se dispusiera siempre un rincón especialmente bonito para que, al ver las flores, los hombres se entusiasmaran en todo instante para la alabanza divina, pues toda creatura pregona y clama: «¡Dios me ha hecho por ti, oh hombre!» (Espejo de perfección, XI, 118). En esa historia no se puede dejar de lado sin más trámite lo religioso como asunto superado, para asumir solamente el rechazo del vil utilitarismo y la conservación de la variedad de las especies. Si eso se quiere, se está haciendo algo totalmente distinto de lo que hacía y quería Francisco. Pero, sobre todo, en esta historia no se percibe nada de resentimiento contra el hombre como supuesto perturbador de la naturaleza, resentimiento que hoy resuena en tantos discursos a favor de la naturaleza. Si el hombre se disloca y ya no se aprecia a sí mismo, la naturaleza no puede prosperar. Muy por el contrario: el hombre tiene que estar en coincidencia consigo mismo; solo entonces puede entrar en coincidencia con la creación, y ella con él. Pero solamente podrá alcanzar esto si se halla también en coincidencia con el Creador, que ha querido la naturaleza y nos ha querido a nosotros. El respeto por el hombre y el respeto por la naturaleza forman una unidad, pero ambos únicamente podrán prosperar y encontrar su norma propia si respetamos en el hombre y en la naturaleza al Creador y su creación. Solo desde él pueden unirse hombre y naturaleza. Ciertamente no recuperaremos el equilibrio perdido si nos negamos a avanzar en este punto. Por eso tenemos motivos más que suficientes para dejar que Francisco de Asís nos llame a la reflexión y nos acompañe en el camino». (Joseph Ratzinger, Benedicto XVI, El resplandor de Dios en nuestro tiempo. Meditaciones sobre el año litúrgico, Ed. Herder, España 2008, p. 277). 



martes, 9 de enero de 2018

REFORMA LITÚRGICA: DEMASIADA ERUDICIÓN Y POCA SABIDURÍA

Extracto de la elogiosa cartaprefacio de Benedicto XVI al libro El Dios Trino del Cardenal Müller, fechada el día de San Ignacio de Loyola de 2017.

«C
uando yo asumí este cargo en 1981, el arzobispo Hamer –entonces secretario de la congregación para la doctrina de la fe– me explicó que el prefecto no debía ser necesariamente un teólogo, sino un hombre sabio que, al estar por encima de las cuestiones teológicas, no formulara juicios propios de  un especialista, sino que debía más bien comprender qué había que hacer por la Iglesia en un momento determinado. La competencia teológica debía concentrarse en el secretario, el que dirige la “consulta”, en la asamblea de teólogos expertos que, juntos, dan un juicio científico correcto. Pero, como en la política, la decisión final no pueden tomarla los expertos, sino los sabios que, además de tener familiaridad con el lado técnico, conocen toda la vida de una gran comunidad. Durante mis años de oficio intenté responder a este estándar. Si lo conseguí, es algo que otros deberán juzgar.
En los confusos tiempos que ahora vivimos, la convivencia entre el conocimiento técnico y la sabiduría sobre lo que, en última instancia, es decisivo me parece particularmente importante. Pienso, por ejemplo, que en la reforma litúrgica algunas cosas hubieran sido distintas si no se hubiera dejado la última palabra a los expertos, sino que hubiera habido más sabiduría al juzgar, lo que hubiera reconocido los límites del simple hombre de estudios».


Texto completo en infovaticana.com

viernes, 5 de enero de 2018

LECCIONES DE EPIFANÍA

Matthias Stom. La Adoración de los Magos. Foto wikimedia.org  

«E
ntre las maravillas que acaecieron el día que el Salvador nació (Cf Mt 2, 2), una de ellas fue aparecer una nueva estrella en las partes de Oriente, la cual significaba la nueva luz que había venido al mundo para alumbrar a los que vivían en tinieblas y en la región de la muerte.
Pues conociendo unos grandes sabios que en aquella región había, por especial instinto del Espíritu Santo, lo que esta estrella significaba, parten luego a adorar este Señor. Y llegados a Jerusalén, preguntan por el lugar de su nacimiento, diciendo: ‘¿Dónde está el que es nacido Rey de los Judíos?’ E informados allí del lugar de su nacimiento, y guiándolos la misma estrella que habían visto en Oriente, llegaron al portalico de Belén y allí hallaron al Niño en brazos de su Madre, y postrados en tierra le adoraron y ofrecieron sus dones, que fueron oro, incienso y mirra.
Donde puedes claramente ver la bondad y caridad inefable de este Señor, el cual apenas había nacido en el mundo cuando comenzó a comunicar su luz y sus riquezas al mundo, trayendo con su estrella los hombres tras sí de tan lejas tierras, para que por aquí veas que no huirá de los que le buscan con cuidado el que con tanta diligencia buscó a los que estaban tan descuidados.
Aquí tienes primeramente que considerar la devoción, la perseverancia, la fe, la ofrenda de estos santos varones, porque en cada cosa de éstas hay mucho que considerar y que imitar.
Considera, pues, primeramente la grandeza de su devoción, la cual los hizo poner a un tan largo camino, y tan gran trabajo y peligro, por venir a adorar este Señor y gozar de su presencia, y para que tú por aquí condenes a tu pereza viendo por cuán poco trabajo dejas muchas veces de gozar de este mismo beneficio, por no acudir a la casa de Dios, donde podrías ver a este mismo Señor y gozar de su presencia, y aun recibirlo dentro de tu alma por medio de la sagrada Comunión.
Mira también su grande constancia y perseverancia, pues desamparándolos la guía celestial, no por eso desmayaron ni volvieron atrás, sino prosiguieron constantemente su camino, usando de toda buena industria cuando les faltó la guía.
Donde se nos da un grande ejemplo para no desmayar ni aflojar en nuestros buenos ejercicios cuando nos desampara el rayo de la devoción y la luz y alegría de la suavidad interior, sino trabajar por pasar adelante, perseverando y continuando nuestros ejer­cicios, haciendo lo que es de nuestra parte y teniendo por cierto que la luz de la consolación que primero vimos volverá a visitarnos por mandado del Señor, como hizo a estos Santos la estrella, según aquello del Santo Job, que dice: “En sus manos es­conde la luz y mándale que otra vez torne a nacer, declarando por ella a sus amigos que Él es su posesión” (Job 36, 32).
Considera también la grande fe de estos santos varones, pues entrando en un tan pobre aposento, y no viendo ningún aparato ni insignias de Rey, no dudaron ser aquél Señor y Rey de todo lo criado, y así postrados por tierra con suma reverencia le adoraron.
Grande fue la fe del buen ladrón, el cual, en medio de las injurias de la Cruz, confesó el Reino del Crucificado; y también fue grande la de estos santos varones, pues en una tan grande pobreza y humildad adoraron y reconocieron la Divinidad y la Majestad.
¡Oh maravillosa niñez!, a cuyos pañales velan los Ángeles, sirven las estrellas, temen los reyes y se inclinan en tierra los seguidores de la sabiduría. ¡Oh bienaventurada choza! ¡Oh silla de Dios!, segunda del Cielo, adonde no resplandecen antorchas encendidas, sino resplandecientes estrellas. ¡Oh palacio celestial!, donde no mora rey coronado, sino Dios humanado, que tiene por estrado real un duro pesebre y por palacios dorados una choza ahumada, pero adornada y esclarecida con resplandor celestial» (Fray Luis de Granada, Vida de Jesucristo, Ed. Rialp, Madrid 1990, C. VI).

martes, 2 de enero de 2018

«CAMBIO EN LA RELIGIÓN» (2ª PARTE)


CAMBIO EN LA RELIGIÓN* (y II)
Por Mario Góngora

La explosión más fuerte del resentimiento ha sido la ofensiva contra la lengua sagrada de la Iglesia latina (que era también su lengua de unidad) y contra la misa tradicional confirmada por Pío V, pues se trataba del símbolo ritual supremo de la historia anterior a la Iglesia y de la expresión de su universalismo. En el fondo del nuevo lenguaje del culto está la lucha contra lo sagrado (en su afán de «cuotidianizar» todas las palabras, por ejemplo). Pero lo sagrado es una dimensión esencial de la humanidad, que se muestra ya en gestos y formas documentadas históricamente desde el comienzo, procedentes de una tradición primordial. Sin lo sagrado, no hay comunidad humana. Las consignas postconciliares desacralizadoras fueron lanzadas por los asesores sociológicos de la jerarquía, discípulos fieles de la famosa «Entzauberung der Welt» de Max Weber. Los frutos de todo ello se palpan no solamente en el escándalo producido por la supresión de lo antiguo, sino sobre todo en la fealdad de las formas sustitutas de lo sagrado. Se argumenta a menudo que la liturgia anterior también tuvo cambios en el transcurso de los siglos. Pero tales cambios se hicieron generalmente con genio positivo y con veneración, como descubrimientos de nuevos aspectos de lo sagrado y de la tradición, no como repudio iconoclasta. El repudio a los grandes símbolos peculiares es, en cualquier comunidad humana, un síntoma muy decisivo de disolución.
Nada más comprensible que todo este proceso, desde un punto de vista historicista profano. En una época de civilización mundial, de decadencia de la Cultura Occidental, tiende a producirse una uniformidad avasalladora y agresiva, que va arrasando con todos los valores provenientes del linaje o de las iglesias sacerdotales. Algo así ocurrió ya en la civilización mundial helenísticoromana. Lo que en la historia anterior del Catolicismo era cuestión de vida o muerte, era el test mismo de la fidelidad dogmas y ritos, pasan ahora a ser soberanamente indiferentes para el mismo sacerdocio. El Arzobispo Etchegaray, de Marsella, presidente de la Conferencia Episcopal de Francia, propuso hace poco convertir la cripta de una iglesia importante para la devoción mariana marsellesa en una sala de meditación en cuyos muros se reproducirían textos de las religiones llamadas monoteístas. Servicios protestantes (y a veces ceremonias de religiones no cristianas) suelen celebrarse en iglesias católicas europeas: al eclecticismo en el culto corresponderá así el sincretismo e las creencias. Sólo una cosa se prohíbe sañudamente: lo que precisamente se opone al sincretismo, el culto vigente antes del Concilio. La tradición es perseguida en la Iglesia.
Esos rasgos de la Iglesia actual hacen pensar en los estados Unidos, el país configurado por la mezcla de razas, naciones y religiones, y por la típica mentalidad «ilustrada» del siglo XVIII. Ya Benjamín Franklin proyectaba fundar en Filadelfia un templo para todas las religiones. Nos parece que, de una manera muy significativa, Roma procura acercarse al ideal y estilo norteamericano. Desde luego en el predominio de la actividad sobre la doctrina (lo que estigmatizaría León XIII en 1899 bajo el nombre mismo de «americanismo»). Pero sobre todo, repetimos, en el sincretismo, en la tolerancia teórica (no solamente práctica) de todas las ideas. Hay que recordar también que tantos movimientos de reacción antirracionalista, «revivalistas», pentecostalistas, «recarismáticos», etc., que forman el reverso del Aggiornamento liberalclerical, también han tenido su origen o tienen su auge en los Estados Unidos. (Hay que señalar que, en las épocas de civilización mundial, como en la antigüedad tardía, o como en el siglo XX, subterráneamente suelen aparecer, por debajo de la uniformidad de las religiones oficiales sincretistas, innumerables sectas o movimientos irracionalistas, los que procuran, a su manera entusiasta, rehacer la ritualidad abandonada por lo sacerdocios tradicionales; pero también en ellos la tradición está enturbiada: lo sacro no se inventa).
La «Ilustración de Masas», reedición de la Aufklärung a nivel del siglo XX, significa en el orden religioso que todo lo trascendente (dogmas, ritos, símbolos, mitos) queda evacuado en su íntima significación para dejar lugar, en realidad de verdad, a una moral humanitaria, a una política, a asambleas de culto en que la electrización del grupo humano importa más que el culto de glorificación a Dios. Se quiere interpolar en la lectura de los documentos fundacionales de la religión, violando su contexto misterioso, un mero conjunto de normas de comportamiento individual o político, un moralismo pacifista, democrático, socialista, etc. Es verdad que ya la Iglesia del siglo XIX forjó una doctrina política, radicalmente opuesta a la Democracia liberal (¡el Syllabus!), y una doctrina social corporativista, herencia del pensamiento romántico, hostil por lo tanto al capitalismo y al socialismo. Pero las doctrinas y documentos papales del siglo XIX han quedado ahora enteramente sepultadas en la Iglesia postconciliar, sustituidas por una fraseología y unos slogans de izquierda. La posición eclesiástica de hoy, a la inversa de las encíclicas papales de 1891 y 1931, es, cuando no activa colaboración del marxismo, en todo caso disolvente de toda tentativa de contener su avance. Cuando surgen las últimas heroicas resistencias al embate comunista, en seguida, el clero «postconciliar» procura despreciarlas, aislarlas, si pudiera ser destruirlas. Es la manera de ese clero de entregar la Iglesia a sus enemigos.
Un mundo de inconmensurable riqueza espiritual se ha ido dilapidando así por obra de una generación del clero deseosa de avenirse a toda costa con los poderes y prestigios de moda.
Históricamente, repetimos, esta constelación es perfectamente comprensible como sumersión por el Espíritu del Tiempo. Pero una Iglesia que se ha pensado siempre a sí misma como el Cuerpo de la Divinidad Encarnada; que vive, por tanto, según sus nociones más recónditas, en un tiempo que trasciende el tiempo históricomundial, ¿puede realizar esa sumersión sin apostatar?¿Puede la Iglesia concebirse a sí misma como idéntica al Mundo, hegelianamente, o al Movimiento del Mundo? Si se cree en una Iglesia individual, única y trascendente, que como toda individualidad se desarrolla, pero siempre a partir de un principio idéntico a sí mismo y concorde además con la tradición primordial de la humanidad, entonces, si se cree seriamente en eso, todos los slogans postconciliares son un falso camino. Un camino que lleva, cuando no a la apostasía dogmática formal (bien que muchos teólogos nieguen tranquilamente la infalibilidad, el Pecado Original, la Transustanciación, etc.), sí a una suerte de apostasía en espíritu, que recién aparece hoy día. Ella consiste en una obediencia formal a los dogmas y a la jerarquía, pero evacuando de aquellos toda su íntima significación, para poder acomodarse a lo que se diagnostica como «el Espíritu del Tiempo». Tal es la significación de los diversos núcleos tradicionalistas en Europa y América. Aquí reside la eminente ejemplaridad del Arzobispo Lefebvre, quien con coraje, fidelidad y libertad cristiana, podía decirse que repite el «hay que obedecer a Dios más que a los hombres» que dijo una vez el primer Papa. La Dogmática católica, cristalización intelectual tan provechosa de una inconmensurable trascendencia religiosa, contiene ella misma los propios límites de la obediencia; pero los afanes oficialistas tienden a abatir esos mismos límites. En todo caso, por fin ha renacido en la Iglesia actual la pasión por la verdad. Resulta un poco cómico observar que las jerarquías que exculpan retrospectivamente la rebelión de Lutero, manifestando la mayor obsecuencia con sus herederos eclesiásticos actuales, condenen indignados la actual rebelión de Lefebvre, y acudan a todos los viejos y nuevos medios de coacción, amedrentamiento y silenciamiento. Es, desde luego, una demostración de gran inconsistencia y de incapacidad de afrontar religiosamente un hecho religioso. Sobre todo revela que es mucho más fácil ser libre imaginariamente, frente a hechos pasados, que ser libre en el presente, en lo cual consiste, sin embargo, exactamente, la libertad.
La autodestrucción religiosa actual, si se la concibe históricamente resulta ser un proceso ineluctable. Pero para un pensamiento histórico que se rehúsa a ese determinismo, es una crisis de imprevisible salida, un drama histórico espiritual en el cual hay que vivir decidiéndose arriesgada y resueltamente. La crisis provocada en la Iglesia por el último Concilio ha revelado nuevamente el sentido dramático del cristianismo, tan alejado  de toda estabilidad y seguridad, obligando a cada uno a discernir acerca de las obediencias exigidas: discernir cuándo son justas y debidas, y cuándo deben resistirse, por lealtades superiores.
El momento se muestra, pues, como un inmenso «tiempo de confusión». Los fieles a la tradición tienen a veces por fidelidad, que desobedecer; los «postconciliares», que abominan de la legalidad institucional, terminan por acudir a las viejas penas canónicas para triunfar de sus enemigos. Y esto en el trasfondo del embate marxista y del estilo sincretista general. Algo semejante (aunque todavía lejos de este cuadro mundial) debió sentir Pascal en su propia época de tribulaciones, cuando escribe en uno de sus «Pensamientos»: «La verité est si obscurcie en ce temps, et le mensonge si établi, qu'a moins d'aimer la verité, on ne saurait la connaitre». (La verdad está tan oscurecida en este tiempo, y la mentira tan establecida, que a menos que ames la verdad, no podrás conocerla [trad. nuestra]). Pascal lo decía específicamente de la Iglesia de su tiempo: con cuánta mayor razón podría clamarse de la de hoy día.
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*Este ensayo fue publicado originalmente en la Revista «Vigilia», año I, vol. I, n° 3, Santiago de Chile, VII-VIII, 1977; Más tarde apareció, junto a otros artículos del autor, en el volumen póstumo: Mario Góngora, Civilización de masas y esperanza. Y otros ensayos, Ed. Vivaria, Santiago de Chile, 1987, p. 135-141. Este último es el texto que  ahora reproducimos .

1ª Parte: aquí