martes, 27 de febrero de 2018

RECONOCERSE PECADOR

Solo ante el Creador el hombre puede sentirse verdaderamente pecador

«El más grande pecado del mundo actual es tal vez el hecho que los hombres han perdido el sentido del pecado», señalaba certeramente el Papa Pío XII décadas atrás. Trágico diagnóstico: estar muerto y creerse lleno de vitalidad, estar enfermo y tenerse por sano, dirigirse a un despeñadero y pensar que se camina hacia un paraíso, estar necesitado de redención y jactarse de autosuficiencia.
Memento, homo, quia pulvis es, et in pulverem reverteris; acuérdate, hombre, que eres polvo, y en polvo te has de convertir, nos recordaba la liturgia de la Iglesia al inicio de la cuaresma. En términos morales lo podríamos traducir así: acuérdate, hombre, que eres pecador, y si no te conviertes, irremediablemente perecerás. Reconocerse pecador, tarea siempre urgente y necesaria. Y para ello no hay más camino que volver a la consideración de Dios como Creador y Señor, sin la cual el pecado se evapora o simplemente se le domestica para convivir junto a él. Con profundidad teológica y elegancia literaria lo expresa el siguiente texto de J. M. Ibáñez:


«C
uando la conciencia humana pierde el sentido de Dios, el pecado (lo que queda de él) se convierte en un simple error, una tontería, un paso en falso, sin otras consecuencias que sufrir algún daño, tener que pagar una deuda, ensuciar la propia hoja de servicios, o por último comparecer ante la justicia. Y la cosa no pasa de ahí. Porque el pecado alcanza su verdadero sentido solo en el horizonte de Dios.
Bien lo supo Simón Pedro al final de la pesca milagrosa, cuando en forma inexplicable sus redes se llenaron de una gran cantidad de peces. Al percibir el gran poder de Cristo, se sintió tan indigno y sucio en su presencia, que se arrojó a sus pies diciendo: Apártate de mí, Señor, porque soy un hombre pecador.
El hombre se puede sentir pecador solo si está en presencia de su Creador. Es entonces cuando sabe que, estando hecho para un bien infinito, para un amor ilimitado, ha puesto su corazón en un puñado de polvo, en una pobre ventaja material, en un poco de placer indebido, en un rato de vanagloria, en el encierro del egoísmo, en un engrandecimiento cualquiera de su pequeño yo» (José Miguel Ibáñez, Jesús, Ed. El Mercurio, Santiago de Chile 2017, p. 113-114).

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